Viaje en furgón hacia el final de la noche
El furgón blindado salió del estadio
de Candlestick Park hacia el aeropuerto de San Francisco un día de finales de agosto
de 1966. No tenía asientos y los cuatro veinteañeros iban metidos como en
una caja fuerte y se deslizaban por el suelo de acero cada vez que el vehículo
tomaba alguna curva. Después de Long Tall Sally habían seguido el triste
protocolo de los últimos tiempos al terminar un concierto: dejar los
instrumentos en manos de los técnicos y salir pitando del escenario antes de
que les devorase la marea de enfervorecidos que saltaba desde las gradas al
campo y corría hacia ellos. Era de noche y la policía escoltaba el
furgón alumbrándose con linternas. «It’s over», dijo John. Estaban sudados y
con los oídos dañados por los veinticinco mil gritos que impidieron, una vez más, que los músicos se escucharan. Ringo había tenido que fijarse en los labios de Paul para
saber por dónde iba una canción. Aquella noche se puso fin a un periodo de
locura en que el ritmo de actuaciones era tan acelerado que a veces no sabían
ni en qué ciudad estaban tocando. No querían participar más de ese circo donde
eran unos elefantes mitificados a los que empezaban a expiar con quemas públicas de sus discos. De 1962 a 1966 sus rostros
en las fotografías habían cambiado: ahora tenían fama, dinero, vértigo,
cansancio y esas sonrisas ingenuas y alocadas de los principios trocaron en
expresiones abatidas. Hay una foto de George haciendo las maletas con sus
padres en Liverpool para el gran viaje a Estados Unidos con la banda en febrero
del 64. Sentado en el borde de la cama, observa con atención e ilusión
contenida cómo Harold y Loise Harrison pliegan un pantalón color crema antes de
colocarlo en la maleta. El semblante de George es bien distinto de aquel otro
en el concierto de Candlestick Park, cuando a veces uno no puede evitar que su
cara hable por sí sola y grite help! Como Jack Malik en Yesterday,
atrapado por el éxito de una noble mentira. Bajaron del furgón y cogieron el vuelo con destino Los Ángeles. Sobrevolaban ya los valles y ciudades encendidas de California y el mar abismal
del Pacífico cuando George suspiró: «I’m not a Beatle aymore».
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