Un sustico
Eran casi las tres de la tarde en un barecillo de la Comarca,
miércoles 24 de abril, y unos hombres parloteaban en la barra. “Hay que votar,
es nuestra obligación”. “Es que… ¿y si no me da la gana?”. Desde un ventanuco
la cocinera gritó que no tenía letones y el camarero me miró con las cejas en
alto: “Lo siento, no quedan”. “Vaya”, dije con verdadero sentimiento. Entonces
mi acompañante pidió caracoles. Eran la tres y poco cuando los demás hombres se
fueron y nos quedamos solos en la barra. En la tele salía el debate de la noche
anterior y después de servirnos la cazuela el camarero se arrimó un poco. “¿Es
que es mentira?”, se preguntó retórico. Hablaba con la confianza de un
peluquero y con la seguridad sindical de a quien le avala una experiencia
curtida en injusticias, reivindicación de derechos y sentido común. “Mira: ni
unos ni otros. Tendríamos que darles un sustico”. Era la primera vez que yo
probaba un caracol y casi absorbí sus tripas. Mi acompañante se los comía con
tal deleite que le salpicó la salsa en su jersey. El camarero seguía a lo suyo:
“Y los metes en la cárcel, ¿y qué? Parece que luego salen mejor, más gordos”.
“¿Tienes de eso para limpiar las manchas?”. El camarero sacó un espray y le
dijo que esperara antes de limpiarse con una servilleta las rosetas blancas de
los chufletazos, y en agradecimiento mi acompañante le dijo: “Pues que sepas
que hay mucha gente que piensa como tú, ¿eh?”. “Hombreeee”, replicó el
camarero, que pasó a los ejemplos humanos: “Mira, yo tengo un conocido en la
cárcel…”; “Mira, un amigo mío se hizo pasar por loco…”; “Mira, lo que no puede
ser es que ese tío cobre más que el otro…”. Al salir fuimos a tomar manzanilla
a una cafetería. Cuando nos sentamos le dije a mi acompañante: “No son para
tanto”. “¿El qué?”. “Los caracoles; no creo que los vuelva a catar”. Pero él
estaba despistado porque quería un dulce de leche y sus ojos se iban a la vitrina.
“Veremos qué pasa el domingo”, dijo de pronto. Se había olvidado de limpiarse
las ronchas blanquecinas del espray y cuando se dio cuenta empezó a sacar
servilletas del servilletero con acelero. Y mientras se restregaba como si
raspara madera, yo, todavía mimetizado por el mitin del camarero, hablé casi
sin pensar: “Veremos si no se llevan un sustico”.
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