Lo que queda atado en la tierra
El
domingo de las elecciones un hombre mayor dijo en la radio al mediodía: “He
votado. Si hoy me muero, mi voto cuenta, sigue valiendo, aunque yo ya esté en el otro barrio…”. Me recordó a la frase evangélica que dice que lo que
atemos en la tierra «quedará atado en el cielo». (Mt 18,18). Comí con
mi acompañante en un restaurant democrático, obrero durante la semana, de punta
en blanco los festivos. Estaba lleno, la gente reía, contaba anécdotas en la
intimidad de sus mesas. De postre tomé melón de año y pensé: el frescor que
prologa todos los veranos. Después, mi acompañante se fue a su casa y yo a la
mía. El cielo no tenía nubes y hacía un sol de sudores. Recostado en un chaise
longue, con el televisor encendido pero silenciado, me terminé un
libro que hacía tiempo que quería terminar porque lo había ido degustando a
ritmo de migaja y no era plan de eternizarlo, ni mucho menos
abandonarlo: Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama,
2019), de la periodista argentina Leila Guerriero. No una biografía,
no un estudio bibliográfico, sino un perfil del pianista Bruno Gelber, una
composición periodística que orbita en torno a su figura genial y extravagante,
y que Guerriero construye con su extraordinaria y sobresaliente prosa, con su
maestría narrativa que emplea las herramientas de la ficción para contar
historias reales. Leí dos veces el final del libro para recrearme en la
belleza. Es una escena en el verano austral de Mar del Plata. A mí la playa
nunca me sedujo, pero recordé de pronto con terneza una remota calma mediterránea de
horizontes cristalinos y destellos intermitentes como ascuas marinas, como si
las olas trajeran de allende tesoros de rubíes. Cerré el libro y me pregunté en
argentino: “¿Viste? Algo pasó acá”. Miré la portada y pensé en aquellas cosas que
permanecen para siempre, esas que se anclan en nuestra tierra y en nuestro
cielo. No un libro, sino la patria imaginaria de
cada cual. No un mar, sino el tacto de la arena caliente. No un melón
de piel de sapo, más bien un dulzor de infancia. No un voto. Siempre un
efluvio, una ilusión.
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